Valentía 

Hace muchos años, cuando escribí por primera vez para el internet en el blog de Ani, les conté la historia de cómo me quedé sin amigos por haberme negado a cenar con ellos cuando estaban hablando mal de alguien que, a mi parecer, no lo merecía. 

Y la realidad es que, en un grupo de amistades, a mi me parece que nadie lo merece. Y podemos asumir que criticar a nuestros amigos a sus espaldas es algo perfectamente natural y normalizado, pero es que de verdad, no puedo entender por qué no podríamos hablar de frente. 

Cuando yo les dije eso, ellos no se detuvieron y yo supe que no me sentiría cómoda quedándome en silencio mientras la gran traición ocurría, así que me levanté y me fui (a esperarles en la recepción porque habíamos caminado hasta allá y estábamos en una ciudad desconocida). 

Después de eso, jamás volvimos a hablarnos. Yo no le dije a nadie lo que en verdad había pasado, pero sí pagué un precio bastante elevado por haberme levantado de la cena. En los próximos días, y hasta en los próximos meses, el grupo cerró filas y homogeneizó su percepción de mí con base en esa experiencia de la que no todos habían formado parte, pero que todos se habían tomado la libertad de intervenir a su conveniencia. 

Aunque jamás me arrepentí de haberme levantado, tampoco disfruté el ostracismo que vino con esa acción tan disruptiva de los pactos sociales creados en la secundaria. 

Esta larga introducción solo es para decirles que, me ha pasado de nuevo. Poco a poco estoy viviendo ese proceso en el que el grupo social cierra filas y homogeniza la percepción popular de mi en torno a un suceso que no todos experimentaron, ni entendieron. Un suceso en el cual nadie parece haber podido empatizar conmigo, uno aún más dramático porque fui protagonista y no espectadora. 

Cuando por fin pude bajarme de la lancha, me dio tranquilidad poder aterrizar en la calidez de otras amistades. Aún así, era consciente de que el verdadero terror vendría después, cuando tuviera que enfrentar las consecuencias de mis acciones. 

Lo cierto es que yo entiendo que mi decisión de bajarme pudo parecer precipitada, injustificada y/o dramática, pero en ese momento no lo pensé así. Tampoco lo pienso así ahora. Y no me arrepiento de haber tomado acciones para cuidarme a mi misma donde nadie más pudo hacerlo, pero nuevamente, no se disfruta nada del ostracismo que se vive cuando se rompen estos extraños pactos de secundaria. 

Ahora debo decir que no me abruma haber “perdido” a mis amistades, sino sentirme señalada. Sentir que podríamos separarnos agradecidos de las cosas que salieron bien y las diversiones que vivimos pero que, en su lugar, ponemos fin a esta serie de relaciones interpersonales haciendo de esta experiencia un evento comunitario que parte en dos la tierra en que estamos parados. 

Yo soy solo una isla y ellas, todas juntas, un archipiélago. 

Si ustedes recuerdan aquel Monsplaining OG que dio inicio a esta nueva entrega, sabrán que al final reconocí que es probable que haya una gran audiencia imaginaria dentro de mi, y que en realidad, nadie está esperando para verme caer. 

Todos los sentimientos que me abruman hoy, giran en torno a este conflicto que percibo se ha desarrollado en las últimas semanas a partir del momento en que me bajé de la lancha. Es como si una gran plaga se extendieran sobre este espacio social que quise mucho y que antes, supo corresponderme. Ahora todo lo que ahí pasa o todo lo que las personas hacen, me hace sentir que no soy bienvenida. 

Pero lo cierto es que, hasta que nadie me niegue la entrada*, yo me aferraré a lo que está en la realidad y seguiré adelante, con valentía para divertirme.

*No es reto. 

La guerra contra el narco

A veces siento que las personas no entienden lo dura que fue la guerra contra el narco. Desean a gritos que Calderón vuelva, consideran su administración el epítome de la eficiencia de las pasadas presidencias. No es mi caso, y es que mi animadversión a Calderón, es personal.

Yo vivía en Cárdenas, Tabasco; cuando en el 2006 Felipe Calderón le declaró la guerra al narcotráfico, que hasta ese año me parecía una leyenda, tan real como el chupacabras.

Para el 2009, la inseguridad ya era una cruz que cargabas sobre la espalda. Ir a la escuela, y al súper y volver a la casa, todas actividades de riesgo.

Gente que se moría,
Gente que mataban,
Gente que faltaba y nunca volvía

Todos los días que no salías eran días en los que no te arriesgabas a no volver.

Cuando iba en primaria mis compañeros y compañeras se fueron, vivieron cosas que otros niños no vivían y encontraron en otras ciudades oportunidades que nosotros ya no veíamos. En esos años, mi mamá me guardaba una maleta con copias de mis papeles, por si alguna vez llegaba el día en que tuviera que irme a esas ciudades con oportunidades.

Podría hablar de todas las películas que no vi en el cine, porque era peligroso; o de todas las reuniones a las que no fuimos, porque la situación era incierta; o de cuando dejamos de ir a la Feria, porque podría haber una bomba. Pero eso no será suficiente, porque esos no son ni los menores de nuestros traumas.

Porque personas que yo conocía salían en el periódico a veces, porque de mi generación de doce alumnos, nos graduamos tres; porque los memes de Sinaloa, también nos hacen gracia a nosotros.

Este no es un artículo sobre Calderón o sus decisiones, es sobre nosotros, las y los hijos de ciudades “estratégicas” quienes hemos vivido los últimos diez años enmarcados en un contexto de violencia que nos paraliza del miedo.

Me ofenden todas las medidas que tomamos para cuidarnos de la inseguridad para que al final, viniera por nosotros de todas formas.

A veces cuando estoy sintiendo también me doy cuenta de que la gente no entiende lo que es correr en la calle, solo trotar, un día cualquiera para hacer ejercicio. Mi mamá todavía me llama para pedirme que no haga cosas peligrosas, como correr en la calle, un día cualquiera, para hacer ejercicio.

Cárdenas estaba inundada de crimen organizado y narcotráfico, habían secuestros todo el tiempo, no es chistoso que los niños jueguen a ser sicarios, pero si los expones todo el día, de a poquito se acostumbran. La ciudad estaba llena de gente sin oportunidades, de pequeños empresarios con miedo, de casas de gente rica abandonadas entre el monte.

Cárdenas sigue igual. Aunque estoy casi segura de que la gente ha pasado de sentirse con miedo a sentirse cansada.